sábado, 3 de septiembre de 2011

Charcos


Ella saltó en muchos charcos en el verano. Chocaban las gotas, que despegaban del suelo a gran velocidad al posar la planta de sus pies blancos, contra todo aquello que nunca había conocido de sí misma. Se le mojaban los cimientos de algunos argumentos escritos en tinta china. Se le empapaba la fugacidad en la escapatoria, oxidando las cadenas, tiñéndolo todo de un naranja que siempre había querido tenerlo en sus cabellos. Todo naranja, como si de tanto arder por dentro hubiera entrado en erupción y la sangre oxidada de pronto se hubiera cambiado por lava, arrasando y abrasándolo todo.

No quedo ápice de verde en los meses estivales. O se inundaba todo o permanecía camuflado en colores cítricos, críticamente. Fue un desequilibrio; un desencuentro con la cordura de la realidad. Una huida de la consciencia ansiosa de peligro; una búsqueda exasperada de alarma. Una fisiológica necesidad de riesgo, desprendida de consecuencias y de cualquier vislumbre de explicación.

Pese a todo ello, la consciencia esencial de Ella, que seguía haciendo vida normal en Madrid esperando su regreso, mostraba un cardiograma exuberante de salud. Esto no ocasionaba más que un estallido de piel hacia adentro, pues engordaba los incipientes sentimientos de culpabilidad y la derrotaba al notar que no había manera humana de construir una tesis de lo vivido que no arrancara la piel a algún corazón cercano.

Con este duelo de titanes librándose entre la tripa y el cerebro, se tiró de bomba en septiembre, aún con las esquinas de su hemisferio desconocido goteando.

Estrellas que regalan su tiempo al Infinito