lunes, 25 de mayo de 2009

Rosas enardecidas



El momento fue como son las narices de payaso. Ella, como una cobra, empezaba a vender su piel al medio. Mientras, Él recogía ésta del suelo haciendo del colchón una vía de cuero, deslizante de sudor y aire sin dueño. Las ventanas ya no herraban el decoro en sus huellas dactilares. Éstas soportaban sin plañido la belicosidad de los dedos que las poseían, pues las hacían estrellarse contra carne ajena, roja y embriagada de minutos de contención.
Ella comenzaba a regalar sus complejos a la almohada; a desleírse en la sangre del somier. La galaxia se limitó a ser unos párpados que brillaban a la sombra del fulgor del vello, y se retorcían impacientes en nombre del libertinaje.
Eclipses. Eclipses de blancos y negros. Eclipses de existencias.
Las neuronas sollozaban, escupían clamores de lasitud; sensaciones oportunistas se habían convertido en su única ocupación. Entre tanto, las venas, proyectándose a mil kilómetros por hora, comenzaban su singladura, disfrazadas de rosas que nada temen; de rosas enardecidas.
Él ya ignoraba la palabra pausa, y borraba ágilmente los parapetos de sus caderas, escrutando un espiral infinito teñido de complicidad. Cuando quisieron otear el vórtice al que viajaban fugazmente se percataron de que las paredes y los ojos se habían vuelto incongruentes, dejando la cordura en manos de piernas; en manos de piernas que habían perdido el habla... y la decencia.

Estrellas que regalan su tiempo al Infinito