miércoles, 12 de mayo de 2010

Diecinueve


Volverán a Lesseps.
Seguirán siendo infinitos.
Hacen música con los dedos y crean melodías infinitas con celestas biológicas residentes en la piel que es siempre inoportuna. Saltan de poro en poro. Se sumergen por los vasos, recorren al unísono el cuerpo del que está mirándoles a los ojos justo en frente, soplan un aire fresco en el corazón y hacen que éste se acomode en los vértices del tiempo circundante. Un bombeo aterciopelado empuja a cada uno a seguir recorriendo cada músculo y órgano. El organismo entra en un profundo orden cósmico y entonces, el silencio.
Como ciempiés voladores recorren el cielo, la ciudad y el universo, con un constante aleteo de patas causado por la absolta interconexión espacio-temporal. La nana de la Vía Láctea se tatúa en el viaje en el que sus párpados duermen sobre los asteroides. El silencio se ha ido a dar el beso de las buenas noches al Sol, y descansan juntos en la misma cama galáctica. Ellos, sin embargo, en un estado medio entre el sueño y la lucidez, siguen surcando cada mar infinito que puebla el cosmos.
El motor biológico repica a velocidades negativas. Sus líquidos internos comienzan a copiar las olas del océano, capturando así toda la naturaleza durmiente entre sus pies y cabezas, produciendo un murmullo de agua que se escapa de sus bocas y marca el tempo de la nana cósmica que aún sonante se mantiene.
Es el principio ilógico de la interconexión infinita que existe entre los músicos, que son tal cuando se sienten.

Estrellas que regalan su tiempo al Infinito