domingo, 14 de junio de 2009

Espía de sus artes


Las hojas de la piscina flotaban ajenas a la gravedad que hace caer. El agua, exuberante de cloro, intentaba separar sus moléculas de las partículas que formaban la saliva de Ella. Se habían perdido los límites que separaban ambos fluidos tras haber movido el cabello de Él con un batir infinito de pestañas ligeras.
Él se alzaba a la luz de la Luna, al borde de un depósito de líquido que brillaba insinuante. Ella menguaba. Menguaba, y el césped se tornó en sequoias en cuestión de segundos. Pese a la minucia de tamaño del momento, siguió taladrando ganas a modo de poro en la piel de Él, mientras éstos se empapaban de pequeñas gotas que caían fruto de una tormenta de verano.
La brisa fresca rondaba sus piernas suaves, descuidando las barreras que marcaban unos pantalones algo más que cortos. Ella se acomodó; se recostó sobre la tierra húmeda apoyando su cabeza sobre una semilla y dejándose engatusar por el efluvio de la sensación engendrada por aquella circunstancia. El olor a lluvia se impregnaba en su pelo, y sus soles sacaban el máximo provecho al minúsculo espacio que se abría entre la hierba para continuar la persecución de los gestos de Él.
Sus pupilas esprintaron queriendo atrapar la sangre del dueño de aquellos visajes. Finalmente, éstas se anclaron al torrente rojo. Él se sobresaltó, y saltó. Brincó hacia dentro; hacia donde Ella se almacenaba a sí misma. Surgió, así, una maravilla camuflada en esencia ajena, y una esencia ajena emebelesada por una gran maravilla.

1 Comment:

Luna Roi said...

Qué serena, ligera la gravedad que hace caer las hojas de los árboles hasta el agua. Qué confabulación de ser, no ser, qué amplio el olor de la tierra mojada extendiéndose sobre el suelo como vapor.

Gracias,

luna

Estrellas que regalan su tiempo al Infinito